Kyle Stephens se lo dijo a sus padres. Larissa Boyce a su entrenadora. Amanda Thomashow a un médico. A la primera no la creyeron, a la segunda le dijeron que estaba confundida, y a la tercera que meterle los dedos en los genitales no era algo “sexual”. Así fue como Larry Nassar, el mayor depredador sexual del deporte estadounidense, creó un universo oscuro en el que durante más de 20 años abusó de menores y jóvenes mujeres. Durante ese tiempo, la Federación de Gimnasia de Estados Unidos y la Universidad Estatal de Michigan protegieron al reconocido doctor, desoyendo queja tras queja y defendiendo la reputación del médico del equipo olímpico estadounidense, donde también abusó de estrellas como Simone Biles o Aly Raisman. Esta semana, sus 156 víctimas acabaron con años de sufrimiento y tumbaron a su monstruo, condenado hasta 175 años de cárcel. Sus testimonios agitan ahora las estructuras de un deporte que ha brillado a costa de sus deportistas.
La presión ya surte efecto. Este viernes, el Congreso estadounidense anunció una investigación para determinar los responsables más allá de Nassar. El jueves, el presidente del Comité Olímpico anunció una pesquisa independiente. También amenazó a la Federación con retirarle el certificado si no hace lo mismo. Todos los directivos de esa Federación —incluidos el presidente y vicepresidente— dimitieron a lo largo de la semana, en plena vista oral a Nassar, presionados por los testimonios acusatorios de las víctimas. En marzo de 2017, el presidente ya dejó su cargo.
En la Universidad Estatal de Michigan, tanto la presidenta, Lou Anna Simon, como el director deportivo han presentado su cese. “A medida que las tragedias se politizan, la búsqueda de culpables es inevitable”, afirmó con reticencia la rectora en una carta, un gesto que algunas víctimas interpretaron como otra evasión de su responsabilidad en el caso Nassar. Más allá, la Federación ha roto sus vínculos con su centro nacional de entrenamiento, el rancho Karolyi, donde las gimnastas olímpicas perfeccionaban su técnica entre cada competición. Y donde el doctor Nassar, según detallaron las víctimas, también cometió sus abusos. Era así como Simone Biles, McKayla Maroney o Aly Raisman —la mejor generación de la Gimnasia estadounidense— pasaban de los podios y las medallas de oro a la oscuridad y soledad de la consulta de Nassar.
Grandes patrocinadores como la telefónica AT&T, la empresa de material deportivo Under Armour o Proctor & Gamble han retirado sus contratos con la Federación. “Estamos con las deportistas y esperamos que nuestra decisión contribuya a un cambio”, afirmó otra empresa.
Son solo los primeros resultados de una lucha que comenzó en 1997. Boyce, la primera en alzar la voz, explicó los comportamientos inapropiados de Nassar a su entrenadora Kathie Klages, en la Universidad Estatal de Michigan, pero ella despreció sus quejas y le dijo que estaba confundida. La joven, de 16 años, pidió disculpas al médico en su siguiente cita. Otras gimnastas expresaron las mismas preocupaciones a Klages. Nada ocurrió. La entrenadora se jubiló el año pasado con una pensión completa, pagada por la institución educativa.
Desde entonces, existen al menos otras siete instancias en las que mujeres, todas ellas deportistas, se quejaron sobre abusos sexuales de Nassar. En 2015, un año antes de que se destapara el caso, un miembro del equipo olímpico estadounidense informó a la Federación sobre los sospechosos tratamientos del doctor. La organización contrató a un investigador privado y, meses después, contactó al FBI. Destituyeron a Nassar pero no se molestaron en advertir sobre su peligro a la Universidad, donde el médico siguió ejerciendo sus abusos hasta que en septiembre de 2016 le quitaran el empleo ante la explosión del asunto en la prensa. “Al menos 14 entrenadores, directores deportivos, psicólogos y compañeros de Nassar habían sido alertados de los abusos”, escribió en un artículo Rachael Denhollander, la víctima que logró iniciar la investigación criminal contra el médico.
Denhollander llevó sus quejas a la policía en 2016. Podría haber sido una más en la lista de víctimas que alertó de Nassar y fue ignorada. Y en cierto modo lo fue. “Mi testimonio fue como disparar a ciegas”, dijo. Pese a la amplia documentación que aportó, las autoridades lo trataron con escepticismo. No fue hasta que contó su historia al diario Indianapolis Star cuando el “caso Nassar” comenzó a tener tracción. Decenas de mujeres admitieron haber sido víctimas. Para cuando empezó la vista oral del juicio, el martes 16 de enero, había 80 dispuestas a declarar. En total, por el pequeño micrófono del juzgado de Lansing (Michigan) pasaron 156. Todavía quedan más en el anonimato, dicen las víctimas.
Los testimonios, ignorados durante décadas, por fin conmocionaron a EE UU. Con infinidad de escalofriantes detalles, las víctimas explicaron como Nassar introdujo sus dedos en sus genitales y le preguntaba cómo se sentían y si les estaba aliviando el dolor. Relataron la perversa habilidad con la que el médico, un referente en su campo por ser quien trataba a las deportistas de élite, utilizaba su reputación para manipularlas. Muchas salían de su consulta pensando: “Es Larry, él no me haría daño”. El trastorno, interminable, lo padecieron niñas de todas las edades. Su víctima más joven tenía seis años.
El miércoles, minutos antes de que se leyera la condena, Denhollander fue la última en hablar. Una vez más, se enfrentó a su agresor, que cabizbajo la miraba desde el banquillo de acusados. “Esto es lo que pasa cuando las personas adultas en posiciones de autoridad no hacen lo que deben. Cuando la gente antepone sus amistades a la ley”, dijo. Ahora sus palabras, y las de todas sus “hermanas supervivientes”, piden un cambio sistémico en la Gimnasia estadounidense que ya parece haber comenzado.