¿Por qué en América Latina no ha habido una cascada de denuncias de acoso sexual como las de #MeToo en Estados Unidos y otros países como Francia, Suecia e Israel?
No faltan antecedentes. En 2015, la campaña #NiUnaMenos en contra de la violencia de género en Argentina estuvo al centro de la discusión en redes sociales. Las condena social a la violencia contra las mujeres recorrió el continente, tuvo eco en Perú y otros países de la región y derivó en #NiUnaMás en México, donde cada día son asesinadas siete mujeres.
En cambio, aunque ha habido algunas marchas, el impacto de #YoTambién en nuestros países ha sido menor. Ningún político, empresario, cineasta o funcionario cultural latinoamericano ha perdido su cargo por acusaciones de acoso.
En una región oprimida por el yugo del machismo que heredamos, en buena medida, de España, las cifras son abrumadoras y no engañan. En América Latina, 60.000 mujeres mueren al año a manos de un hombre, según ONU Mujeres. Tres de cada diez latinoamericanas sufren de violencia, ya sea física o psicológica. De los veinticinco países con más feminicidios en el mundo, catorce son de América Latina. Combatir esta violencia es una tarea inaplazable. Y cambiar esta realidad debe empezar en nosotros, los hombres.
La nuestra es una sociedad machista en la que para el hombre hacer el amor es parte del vasallaje. Implica obediencia, acatamiento y subordinación. La mujer es vista como objeto de conquista (la Conquista de España en América Latina fue, después de todo, militar, pero también sexual). Su docilidad forzada es vista como respeto.
La mera idea de abusar o golpear a una mujer me revuelve el estómago. Hacerlo no es una muestra de control sino de bestialidad. Pero seré honesto: mi propia hermana fue golpeada por su exmarido, un hombre pudiente y educado. Y entre mis padres y mi hermano ha habido violencia doméstica. Mi caso no es singular.
En diciembre, Salma Hayek denunció el acoso del que fue víctima por parte de Harvey Weinstein mientras filmaba Frida. Hayek escribió un testimonio en el que revelaba el abuso sistemático de Weinstein. Para no cancelar la película, el productor la forzó a incorporar una escena de sexo lésbico.
Según su testimonio, Hayek no quería formar parte del movimiento #MeToo. Otras mujeres ya se habían sumado. ¿Para qué añadir su voz?, se preguntó. Al final, se unió a un número asombroso de mujeres dispuestas a romper el silencio. A ellas y a otras igualmente valientes la revista Time las nombró “persona del año” de 2017. De esa manera, el movimiento #MeToo se confirmó como una de las grandes revoluciones sociales de la década: está transformando políticas, ideas y concepciones anacrónicas.
Por un lado, el movimiento se basa en la denuncia pública contra los hombres poderosos (Louis C. K., Dustin Hoffman, Mario Batali, entre otros) que han empleado su autoridad para abusar de las mujeres en el trabajo. Por el otro, ha dado una plataforma a las víctimas. “Las mujeres estamos hablando porque, en esta nueva era, por fin podemos hacerlo”, dijo Hayek.
La exposición pública de los poderosos, sin embargo, no ha sucedido aún en América Latina.
Por supuesto, tenemos figuras emblemáticas como Manuela Sáenz, una de las primeras promotoras de la emancipación de las mujeres; a Josefa Ortiz de Domínguez, que ayudó en la guerra de independencia mexicana, y la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, quien abrió nuevos espacios narrativos. Las siguen la poeta chilena Gabriela Mistral; Alaíde Foppa, escritora nacida en Barcelona, exiliada en Guatemala y México, que ayudó a fundar la revista Fem; la misma Kahlo; las hermanas Mirabal, que lucharon contra el dictador Trujillo en la República Dominicana; la escritora Elena Poniatowska; Dolores Huerta, la sindicalista chicana, y Gloria Anzaldúa, autora de collagesteóricos.
Y tenemos a la protofeminista por excelencia (el prefijo proto significa “antes” en latín): sor Juana Inés de la Cruz. De haber vivido entre nosotros, la Décima Musa habría estado a la batuta de #NiUnaMas y de #YoTambién. ¿Qué otra cosa es su “Hombres necios” sino una denuncia del patriarcado? Asombrosos tanto por su brevedad como por su contundencia, sus versos son comparables con tuits letales: “Si con ansia sin igual solicitáis su desdén, ¿por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal?” (101 caracteres). “¿Pues para qué os espantáis de la culpa que tenéis? Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis” (105 caracteres).
Sí, el mensaje es para los hombres.
Los novohispanos no supieron escuchar el mensaje de sor Juana después de su muerte, en 1695, como tampoco lo hacemos los latinoamericanos de hoy. Aunque en países como Nicaragua, Costa Rica, Brasil, Chile y Argentina hemos tenido presidentas, la desigualdad de género es inapelable.
Ninguna revolución cumple su cometido si no desviste a los poderosos. Esa ha sido una de las muchas victorias del movimiento #MeToo. Es hora de que esa ola de denuncias llegue a América Latina.
Hay que enseñar a los niños y las niñas que el sexo ni es afronta ni tampoco subyugación. Debe ser una relación de amor y de placer, pero no de poder. Hay que poner al machismo en el banquillo de los acusados. Y confrontar a la élite combatiendo la impunidad que protege a los poderosos. No será fácil porque los crímenes de las clases altas suelen quedar impunes; no intentarlo sería una forma de complicidad.
El letargo en el que nos ha sumido la historia debe cambiar. Merecemos en América Latina un #YoTambién que expanda la labor de #NiUnaMenos y #NiUnaMás. Necesitamos ser parte de la revolución.