Diego Sáez nunca había tomado de las manos a una persona desencajada por el dolor, se había sentado junto a ella para ayudarle a sentir que la tierra ya no se movía, y sin soltar sus manos, nunca había guardado un silencio cálido y envolvente mientras esa otra persona aullaba de angustia y desesperación. Diego Sáez, 23 años, estudiante de diseño gráfico en una universidad privada y vecino de Polanco, una de las zonas más acomodadas de Ciudad de México, lleva desde este martes volcado en ayudar a los demás. Como él, decenas de miles de jóvenes están protagonizando una formidable y masiva demostración de solidaridad que ha llegado a desbordar las necesidades de ayuda ciudadana después del terremoto.
Muchos de estos jóvenes, esa generación sobre la que planea la sombra sociológica de la apatía y ensimismamiento digital, están viviendo además su primera experiencia de acción colectiva, de trabajo para y con el otro.
“Lo siento como un deber”, dice Sáez tres días después del sismo de 7.1 que a su paso por la capital ha dejado más de un centenar de muertos, decenas de edificios derruidos y una desasosegante sensación de vulnerabilidad. “No es por algo patriótico, no hago esto por un sentimiento mexicano. Lo que me mueve es ver a la gente sufriendo, han perdido su casa, tienen familiares muertos y siento que si no colaboro esto solo puede ir a peor”, dice apurando el paso por una calle de Condesa, uno de los barrios más afectados. Le acompaña otro puñado de jóvenes –todos veinteañeros–, armados con chalecos naranja reflectante, cascos y su nombre, su número de teléfono y su grupo sanguíneo escrito en el brazo. Son las brigadas de apoyo, grupos autorganizados y autónomos que desde el primer día del temblor recorren la ciudad descargando coches con víveres y medicinas, limpiando cascotes o poniéndose al servicio de los grupos de rescate profesionales en las zonas más golpeadas.
“Somos un país unido. El pueblo se ha levantado y los jóvenes estamos aquí para ayudar”, dice desde otro punto de la ciudad Eli Ferrán, estudiante de bachillerato de 18 años. “El Estado no está respondiendo a esta tragedia, somos nosotros los que estamos dando la cara”, defiende Monsterrat González, 24 años. “El terremoto ha demostrado que hay mucha fuerza civil pero falta organización. Nuestro sistema político es muy deficiente en términos de organzación social. Podríamos hacer mucho más, pero toda esta energía se pierde por culpa de los políticos. Es lo mismo que pasó en el otro terremoto, el de 1985. Mi papá estuvo ahí y ahora me toca a mí”, apunta Cesar Deciga, 22 años, estudiante de Historia en la UNAM.
Reproches y desconfianza ante las instituciones, empatía movilizadora frente al dolor ajeno y el ejemplo inspiracional de otra generación, la de sus padres, que vivió una catástrofe similar pero aún más devastadora. Aquel terremoto de hace 32 años dejó 10.000 víctimas y un sentimiento de desamparo institucional marcado a fuego en el imaginario colectivo: “Porque si el mundo no se vino abajo / en su integridad sobre México / fue porque lo asumieron / en sus espaldas ustedes”, escribió días después el poeta José Emilio Pacheco.
México, como toda América Latina, es un país joven. Casi una tercera parte de la población tiene menos de 30 años, mientras la envejecida Europa apenas llega al 15%. Los cauces de participación juvenil política y social son sin embargo mucho más estrechos. Apenas el 5% está implicado en alguna organización y los índices de desconfianza hacia las instituciones políticas, atravesando todo el espectro de edad, son abrumadores, según datos instituto estadístico mexicano.
“La respuesta al sismo de los jóvenes no es una anomalía. Lo que sucede es que ahora estamos ante un momento explosivo que está visibilizando el trabajo diario de mucha parte de esa generación millenial que tiene una forma particular de organizarse: distribuida, horizontal, sin voceros, ni líderes. Se trata más bien de un problema de diagnóstico por parte de las estructuras tradicionales de la democracia representativa y los medios de comunicación, que al no percibir a un presidente de los jóvenes, deducen automáticamente que no participamos en la vida pública”, sostiene Antonio Martinez, 33 años, periodista y cofundador de Horizontal, un centro de activismo cultural y político.
En ese mismo espacio, en el corazón de la Roma, otro de los epicentros del golpe, se reunen cada día una media de 50 personas para dar vida a un hub de información. Periodistas, programadores y desarrolladores web han levantado un mapeo geolocalizado de los puntos de mayor necesidad en medio de la catástrofe, que está siendo usado incluso por el Gobierno estatal. Nadie en el equipo supera los 35 años. La inteligencia colectiva y digital puesta al servicio público.
“Las jovenes generaciones sí estan dispuestas a involucrarse pero no del modo tradicional, no dentro del sistema corporativista y vertical heredero de la hegemonía priista. Ante un vacío de organizaciónes políticas o sociales, con una legitmidad lastrada por la corrupción y la impunidad, estamos constatando que desean tener presencia social. Buscan dotarse de un sentido de colectividad y apoyo mutuo, sentirse vivos políticamente”, apunta Manuel Gil Antón, investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México (Colmex).
“Creo que somos una generación que está buscando su sentido. Si nos comparamos con la que vivió las revueltas estudiantiles del 68, por ejemplo, creo que estamos un poco perdidos y es verdad que somos individualistas- reflexiona el estudiante de Historia de la UNAM- Quizá nos falta tiempo, pararnos a pensar y a sentir lo que está pasando a nuestro alrededor”. Los grandes centros universitarios del país han cerrado durante toda la semana.
El acontecimiento sísmico ha abierto una brecha en la tierra y en el tiempo. No solo para los jóvenes universitarios. Entre los voluntarios, también se presentaron medias cuacharas, como se le llama en México a los peones o aprendices de oficios. Adolescentes que ya trabajan de albañiles, electricistas, fontaneros, que ganan apenas 50 pesos diarios (poco más de dos euros) y que cuando pase el fervor solidario siguieran cobrando lo mismo.
“Somos un país con una capacidad muy rápida para la acción y la protesta, pero nos cuesta mantenerla para que los procesos colectivos duren en el tiempo”, señala el académico del Colmex, que pone como ejemplos la campaña estudiantil Yosoy132 o el movimiento generado tras la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. “No creo que esta vez sea diferente. Los jóvenes volverán a sus normalidad pasados unos días porque no hay estructuras organizativas. En todo caso, el deseo está siendo genuino”. Y para remachar su análisis cita una frase que le dijo estos días un alumno: “Profe, ojala haya habido más derrumbes para haber ayudado más”.