Marco Antonio Sánchez Flores, de 17 años, desapareció el pasado 23 de enero después de ser arrestado por policías al norte de la Ciudad de México. Reapareció cinco días después: golpeado, con otra ropa y a 30 kilómetros de donde fue detenido. México todavía se pregunta qué pasó y mientras avanzan las investigaciones, la desconfianza en los relatos oficiales y extraoficiales crece. El joven, el único que puede contestar a la mayoría de las interrogantes, sigue hospitalizado y «perdido», según sus familiares.
A la espera de lo que se averigüe en los tribunales, el «juicio mediático» ha llegado a un punto muerto. Y mientras el caso se resuelve a cuentagotas, México se mira en el espejo de sus peores problemas. Algunos medios ponen el dedo en la llaga de la falta de confianza hacia la policía y las instituciones, en un país en el que las detenciones anómalas, la corrupción y la criminalización de las víctimas están normalizadas. Otros colocan la presión sobre el adolescente y su familia en torno a rasgos de su personalidad que pudieron haber agravado su desaparición. En las sombras de los rumores y el cruce de acusaciones, el reflejo del caos se ha vuelto incómodo. Los ecos de esas dudas, sin embargo, todavía retumban en el hospital donde sigue internado el estudiante; en la Procuraduría de la Ciudad de México, donde aún se construye el expediente del caso, y en la prepa 8, donde ya se fraguan nuevas protestas para esta semana.
El caso ha sido confuso y caótico desde el principio. Durante las primeras 120 horas y en un país de más de 32.000 desaparecidos, la desaparición del Marco Antonio Sánchez pasó de ser un punto en la oscuridad a noticia de interés nacional. En los siguientes cinco días, la discusión era otra. Una parte de los medios posó sus ojos en las aficiones y en la vida privada de un adolescente de 17 años: si tenía problemas en casa o no, si consumía drogas o no, si era agresivo o no, si le gustaba el deporte o no, si era un buen estudiante o no, si «había recibido su merecido» o no.
La voracidad era alimentada por una familia puesta contra las cuerdas y que, arrinconada, daba respuestas contradictorias. Marco estaba «bien», pero «muy dañado», decía su padre en una de la treintena de entrevistas que dio en tres días. Marco no estaba «bien», pero «en realidad hacía años que no tenían contacto con él» y «no lo conocían muy bien», decían primos suyos. El cerco de la familia Sánchez y de la familia Flores se abría y se cerraba en cuestión de minutos. A veces retaban a «las autoridades que les habían fallado», otras querían mostrarse conciliadores con «el Gobierno que les había ayudado».
La detención se produce, según el testimonio de un amigo de Marco que se encontraba con él en el momento del arresto, mientras tomaban fotos a paredes con grafiti el pasado 23 de enero cerca del Colegio de Bachilleres de El Rosario, en Azcapotzalco, al norte de la capital mexicana, una concurrida zona al norte de la Ciudad de México, marcada por la violencia y la inseguridad. Dos policías acusan al joven de asaltar a otro muchacho, revisan su mochila, él se asusta y se echa a correr hacia un paradero [intercambiador] de autobuses, según esta versión. «Vi la corretiza, él estaba gritando, pero no se le entendía nada», narra Alfonso, que lava los autobuses de la zona.
La persecución se extendió por unos 300 metros, hasta que Marco entró en la estación de metrobús de El Rosario. Los policías aseguran que él estaba solo y que actuaron a petición de un ciudadano que se acercó a la patrulla. «Un policía lo increpa de frente y el otro lo detiene por detrás, él gritaba que lo dejaran libre, las personas en el anden se juntan, se armó un alboroto», comenta un comerciante que tiene un pequeño puesto callejero de comida cerca del andén y que vio de frente lo sucedido, a unos 15 metros. La persecución y el arresto se produjeron entre las 16.30 y las 16.35.
Esa parte del relato es consistente con las grabaciones que dio a conocer, días después, la policía de las cámaras de seguridad, las mismas que «no servían» cuando los padres acudieron a la estación. Ninguno de los trabajadores de la zona habla sobre el traslado en la patrulla, que aparece en las imágenes a las 16.41 en el carril confinado del metrobús. «Este tipo de cosas pasan una vez al mes o más, para nosotros es normal y a veces hasta intervenimos y les pedimos que los dejen en paz», dice Alejandro, uno de los trabajadores de la zona. En El Rosario se palpa la cotidianidad de estas escenas y el miedo a hablar de ellas: la mayoría de las personas consultadas «ya se había ido», «ya había cerrado su puesto» o «no vio nada».
Los policías aseguran que liberaron a Marco a 200 metros de una iglesia que está en contraesquina al Colegio de Bachilleres. Unos cinco o diez minutos después de su detención. No lo han podido demostrar. En ese punto no hay ningún local comercial ni ningún puesto callejero y está tan solo a un par de semáforos de distancia de la agencia 40 del ministerio público, donde los agentes dijeron que iban a llevar al joven, según la versión del amigo, y donde tampoco hay rastro del joven. Nunca pisó el ministerio público. En el sitio de la supuesta liberación se encuentra la Unidad Habitacional Xochinahuac, un laberinto de edificios de ladrillos, rejas y muros color crema. Diez personas consultadas –entre vecinos, vendedores, vigilantes y administradores de la vecindad- negaron haber visto al joven o haber escuchado la patrulla. Una cámara de seguridad dentro de Xochinahuac grabó al vehículo policial a las 16.51.
Un día después del hallazgo del joven, cuestionados por su forma de operar, dos de los policías que estuvieron involucrados en la detención se defendían en una entrevista al diario Milenio. «En todo momento se le respetan sus derechos humanos», aseguró acongojado uno de los policías, sin uniforme. Los agentes no explican, sin embargo, por qué detuvieron al joven; admiten que no siguieron el protocolo durante el arresto, pero siguen sin ofrecer prueba alguna de la liberación del muchacho. El jefe de la policía de la capital mexicana, Hiram Almeida, reconoció después que la detención había sido «ilegal», que las cámaras de la patrulla no funcionan desde noviembre y que la institución está en «crisis».
«La táctica de las autoridades ha sido negar que se trate de una desaparición forzada y decir que fue una detención arbitraria: se intenta tapar un delito con otro, como si fuera lo normal», afirma Margarita Griesbach, parte del equipo que ha asesorado a la familia durante el caso. Griesbach sostiene que en el «juicio mediático» las autoridades intentan poner toda la carga de prueba en el menor y su familia: se filtran, por ejemplo, expedientes médicos y sus familiares tienen que explicar si está bien o está mal, mientras el Gobierno calla. «Es una estrategia común de difamación, desprestigio y criminalización», señala. «Después viene el desgaste».
La madre de Marco cuenta que la última vez que habló por teléfono con él antes de la detención fue a las 7.30 de la mañana del 23 de enero. El joven iba por las tardes a la Escuela Nacional Preparatoria Miguel Schulz (la prepa 8). Su afición por la fotografía queda patente en 650 publicaciones en Instagram en tan solo cuatro días. Marco subió prácticamente todo en ese tiempo: vídeos en la escuela, pequeños homenajes a sus artistas preferidos (la mayoría raperos), imágenes satíricas de la política mexicana, lugares que visitaba, bromas a sus amigos.
La minuciosidad de las publicaciones permite ubicarlo casi minuto a minuto antes de desaparecer. Estuvo, por ejemplo, en un centro comercial de Polanco, tomó un café en Starbucks alrededor de las 10 de la mañana (hay un recibo) y estuvo cerca del Museo Soumaya de esa zona (hay una captura de Google Maps). Ese día hizo al menos 50 publicaciones de Instagram y cambió por última vez su foto de perfil de Facebook al mediodía con el letrero de una peluquería de Polanco, una zona que frecuentaba aunque estaba a 10 kilómetros de su escuela y a 15 de su casa. La madre intentó comunicarse con él a las 14.00, sin éxito. No hay ninguna publicación posterior a la detención. Las llamadas entraban hasta las siete de la noche. A las 19.22 la madre de Marco envío un mensaje de texto: «Por favor, conteste quien tenga este teléfono».
En menos de una semana, el caso fue tratado como un extravío, un secuestro y una desaparición forzada. En cada paso, lo trató una instancia de Gobierno diferente. Desde el pasado miércoles, la investigación la conduce la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos cometidos por Servidores Públicos, que depende de la Procuraduría (Fiscalía) local.
El estudiante fue encontrado el domingo 28 a casi 30 kilómetros de donde fue detenido por primera vez. Los videos del joven en un puente peatonal y en un juzgado de Tlalnepantla, ambos del sábado, lo muestran sin sus pertenencias y con ropa diferente de la que llevaba cuando fue detenido. Otro vídeo de ese mismo día, divulgado este fin de semana, muestra a Marco tocando timbres al azar en la zona de Lomas Verdes, también en el Estado de México y, una vez más, con ropa diferente. En esas imágenes, el joven balbucea, mientras uno de los vecinos amenaza con llamar a la policía. Y lo que es más importante: el estudiante aparece sin golpes en la cara.
Son las únicas imágenes dadas a conocer de los seis días de la desaparición. Cuando fue encontrado en Melchor Ocampo llevaba también otra ropa. Cuatro atuendos diferentes en seis días. «¿De dónde sacó esa ropa?», se preguntan los padres. Otra duda que asalta a quienes han seguido el caso es por qué no se avisó a sus padres cuando fue detenido por segunda vez en una semana, si había una ficha de desaparición y el caso ya había sido cubierto por los medios.
«Por ahora no puede hilar más de dos palabras», cuenta un familiar que se comunicó con él por teléfono este fin de semana. «Su recuperación va muy lenta, sigue en cama», cuenta su madre. Familiares afirman que cuando preguntaron a Marco dónde estaba, él contestó que «había ido por sus tenis (zapatillas)». Tampoco hay respuestas coherentes sobre el tren. ¿Qué pasó esa semana y, sobre todo, el domingo?
Médicos consultados comentan que no se puede dar un diagnóstico de su estado de salud hasta que se completen todas las pruebas. Uno de los especialistas comenta que los padecimientos físicos sanarán «en un par de semanas», pero que es «poco probable» que no existan secuelas y que en ese tiempo supere los padecimientos psicológicos. Los médicos que lo han revisado han dicho a las autoridades que aún no está en condiciones de dar una declaración. El equipo legal y la familia refieren que el Insituto Nacional de Pediatría ha dado un seguimiento a su salud y ha impedido nuevas filtraciones. De momento, todas las pruebas y los testimonios se están integrando al expediente. «El caso tomará años en resolverse», asevera Griesbach.