La espiral de violencia pareciera convertirse en un signo de distinción de Colombia

Al asumirse que la violencia permea y estructura los diferentes hilos de la vida nacional, acaba por hacerse de ella la causa última de la realidad colombiana.

Lo que resulta curioso es que como todo pretende ser explicado a partir de la violencia, muchos discursos políticos terminan por omitir cuáles son las condiciones históricas y materiales que la origina.

La violencia se convierte, por tanto, en un nudo ciego a combatir, en una maraña de hilos que desborda cualquier entramado histórico. Así, fenómenos como la corrupción, la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, la disidencia política o la protesta social quedan atados a una misma trama, cuyas raíces explicativas remitirían a una especie de violencia fundacional.

Esa violencia de origen, esa especie de violencia arquetípica, convierte a Colombia en una excepción que se sustrae de la escena latinoamericana y de los registros simbólicos desde los cuales pensar sus problemas. Su espiral de violencia pareciera convertirse en un signo de distinción que la aísla de América Latina y la cierra sobre sí en un círculo vicioso que la devoraría desde dentro.

Sin un claro horizonte histórico-político que ayude a comprender el origen de esa violencia, la figura del “enemigo interior” se convierte en la retórica predilecta para combatirla.

Y esto se observa con mucha claridad en las construcciones discursivas que responden a un perverso pacto jurídico-político. Por citar dos ejemplos recientes, tenemos el caso de la alcaldesa de Bogotá (y excandidata a la vicepresidencia en la fórmula presidencial de Sergio Fajardo), Claudia López, quien emplea la figura de los “vándalos” para estigmatizar las actuales protestas sociales y autorizar el uso brutal de las fuerzas policiales (ESMAD) en espacios como la Universidad.

Tan es así, que hace unos pocos días acusó públicamente, sin pruebas ni procedimiento ajustado al Estado de derecho, a un líder estudiantil de amparar el accionar de esos supuestos  vándalos. El segundo ejemplo lo podemos encontrar en las palabras del mismo presidente de la República, Iván Duque, cuando celebró en público el bombardeo por parte del ejército a siete supuestos guerrilleros en combate.

Unos meses después se supo que esas bajas no eran de guerrilleros, sino de niños y adolescentes que nada tenían que ver con la lucha armada. ¿Cómo es posible que ese bombardeo no haya puesto en entredicho al gobierno de Duque? O incluso: ¿por qué la brutal represión de las protestas en Chile tiene mucha más repercusión mundial que la represión ejercida en Colombia? Los principales titulares del mundo salieron a celebrar el triunfo de Claudia López como una alcaldesa progresista y poco se ha dicho sobre su accionar violento ante las marchas estudiantiles.