Torturas y exorcismos para curar homosexualidad a sacerdotes en Brasil

«¡En nombre de Jesús, demonio de la homosexualidad, sal de mí!», gritaba Rafael, un seminarista (es decir, estudiante de sacerdocio) brasileño de 20 años, mientras se clavaba las uñas en las palmas de sus manos y rezaba mientras lo invadía el dolor y la sangre. Su tortura no acabó ahí: en pleno insomnio nocturno, se levantó de la cama, se dirigió al baño y agredió sus genitales. Luego, los envolvió en cubitos de hielo, para que no fuese capaz de sentir excitación por los hombres. No era la primera vez que lo hacía, otras veces optaba por tumbarse en el suelo o pegarse duchas frías, rezando y suplicando que el espíritu que lo tenía poseído saliese de su interior.

Según explica el seminarista a la BBC estas torturas forman parte de un “exorcismo de la homosexualidad”, la técnica con la que los sacerdotes homosexuales intentan “curarse” de sus “tendencias contra natura”, como las describe él mismo. Según le explicaban en clase, alguien con homosexualidad no podía ser sacerdote, de hecho, comparaban su identidad con una enfermedad «fruto de la acción del mal» que se curaba con estos exorcismos, que son, en definidas cuentas, torturas.

Aurelio es el nombre falso de otro sacerdote gay que, desde el anonimato, ha explicado que cuando estudiaba le dieron consejos “exitosos” para reprimir su sexualidad: “arrojarse sobre espinas de un rosal o a la nieve”, como Francisco de Asís. Él optó por no dormir demasiado y así frenar sus deseos, que eran muy intensos: “Me forcé a dormir un máximo de tres horas por noche. Trabajaba extra, pasaba las noches en vela, me cansaba mucho. Pensé que, si estaba realmente cansado, no tendría deseos”. Por eso, llegó a perder más de 10 kilos, hasta se desmayó y no pudo salir de la cama durante días, de lo débil que estaba.

Ambos coinciden en lo mismo: se volvieron locos durante su juventud. Aunque no habían revelado a nadie su homosexualidad, los profesores repetían a todos constantemente que convivían con el demonio homosexual entre la academia, como si uno de ellos fuese un diablo de una película de terror y entre todos tuvieran que desenmascararlo. Había una obsesión por frenar la homosexualidad y ellos, que sabían que “la sufrían”, estaban en constante paranoia por si los pillaban. “No podía confiar en nadie”, “siempre hay ojos puestos en ti”, “es imposible tener una base emocional saludable”, recuerdan los seminaristas.

Por supuesto, agredirse a sí mismo no funcionaba, así que decidió ponerse un cinturón de castidad: “pensé que una cerradura lo resolvería”, asegura, refiriéndose a sus ganas de masturbarse (“un pecado capital”) y a sus pensamientos sexuales con hombres. Rafael recuerda que, cuando se dio cuenta que no podía cambiar sus deseos, solo pidió a Dios “poder descansar” y que se lo llevase. “Prefiero la muerte”, le escribió en una carta.

Todos, por supuesto, viven en el anonimato: tienen miedo a que se les expulse de la congregación si se descubre “su vergüenza”. Y por eso, recurren a métodos tan drásticos como torturar sus genitales cada vez que sienten algún tipo de excitación. Pero, como añade el reportaje, desde la llegada del Papa Francisco I y su “apertura hacia los homosexuales”, aunque sea muy soft, muchos empiezan a tener fe de que la posición respecto al colectivo es reformable y que quizá, dentro de unos años, no tendrán que someterse a exorcismos porque su deseo sexual no será concebido como una posesión demoníaca. Aunque tampoco se muestran muy positivos: saben que será un camino muy largo.